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¿Un piropo inocente? La normalización del acoso callejero sigue marcando la vida de las mujeres

  • En San Luis Potosí y México, miles de mujeres enfrentan a diario la violencia del acoso en espacios públicos. ¿Por qué lo seguimos tolerando como si fuera parte de la vida cotidiana?

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Por: Jazmín Ramírez García


Caminar por las calles para muchas mujeres implica trazar una estrategia: elegir la ropa, medir el trayecto, cambiar de banqueta si un grupo de hombres aparece en el camino, ajustar los audífonos para estar alerta. Todo, menos la tranquilidad. El acoso callejero se ha vuelto tan común que se confunde con “normalidad”, y esa es precisamente la herida más profunda: vivir con miedo disfrazado de rutina.


El llamado “piropo” ha sido culturalmente normalizado durante generaciones como un gesto de galantería.


Sin embargo, para las mujeres representa lo contrario: una invasión a su intimidad, una forma de violencia que condiciona el uso del espacio público.


“Cuando un desconocido te grita en la calle, no es un cumplido, es una forma de recordarte que tu cuerpo es visto como propiedad colectiva”, explicó una especialista en género.

La mayoría de las mujeres mayores de 15 años han enfrentado algún tipo de violencia en el espacio público, principalmente acoso verbal y miradas lascivas. Y lo más alarmante: la mayoría no denuncia ni confronta, porque se ha instalado la idea de que “así es la calle” y que hay que aprender a convivir con ello.


La normalización del acoso callejero se sostiene en frases como “es un halago”, “solo fue un comentario” o “peor sería que no te dijeran nada”. Este discurso minimiza el daño y traslada la responsabilidad a las mujeres, quienes son cuestionadas por su ropa, sus horarios o incluso su actitud.


En lugar de exigir respeto, se espera que ellas “se cuiden”.


El acoso callejero no se queda en palabras: es la antesala de otras violencias más graves. Estudios internacionales han señalado que quienes ejercen esta conducta tienden a escalarla a tocamientos, persecuciones e incluso agresiones físicas.


Si bien en algunas ciudades del país ya existen sanciones administrativas contra el acoso callejero, su aplicación es limitada.


Pocas mujeres denuncian porque no confían en las autoridades o porque saben que sus casos no prosperarán. La ausencia de castigo refuerza la idea de que es un comportamiento “tolerable”.


Normalizar el acoso callejero tiene un costo social enorme: restringe la libertad de las mujeres para habitar los espacios públicos, limita sus oportunidades y refuerza un ciclo de violencia que va más allá de la calle. No se trata de exagerar, se trata de reconocer que la violencia cotidiana es el terreno fértil para violencias mayores.


La pregunta es entonces inevitable: ¿por qué seguimos aceptando como cultura lo que es en realidad violencia? La respuesta está en una sociedad que aún se resiste a cuestionar sus prácticas machistas, pero también en la oportunidad de transformarlas.


Reconocer el acoso como problema es el primer paso para erradicarlo; dejar de llamarlo “piropo” y empezar a nombrarlo como lo que es: violencia.

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