Por: Alejandra Cruz.
Los viernes son brutales. Apenas son las diez y en el lugar ya hay un chingo de gente. Incluso con esta molesta lluvia, ya hay una fila de adolescentes y adultos que esperan poder ingresar.
Como siempre, la calle está repleta de vendedores de “dulces”, cigarros, tamales o otras tantas chucherías que les suelen gustar a los borrachos. Pero al menos hoy no huele a orines. Finalmente le doy la última calada a mi cigarro y lo apago.
En la entrada, me encuentro con tres chicas; llevan el cabello mojado y una sombrilla en la mano. El cadenero las detiene, frunce el ceño, las repasa de arriba abajo y mueve la cabeza en señal de desaprobación. “A paquetería”, dice, señalando el paraguas empapado. Ellas replican: “Podemos cargarlo”. Pero aquel hombre de un metro ochenta es implacable y vuelve a mover la cabeza, negándose.
“¿Qué paso papá?”, saludo al tipo y me deja pasar.
Dentro es otro mundo.
Llamativas luces de neón rosas, grandes pantallas con los éxitos del momento, unicornios brillantes en las paredes, un amplio y largo corredor de duela y reggaetón a todo lo que da; lo necesario para sacudirse los problemas y olvidarse de todo por un rato.
Ángel, mi chamo, compañero de trabajo y reciente roomie me hace una seña a lo lejos llamando mi atención. Veo como finge levantar unas cervezas del suelo, y en cambio aprovecha el momento para mirar furtivamente bajo una falda.
La dueña de dicha falda se percata de lo que acaba de hacer, pero sólo ríe tontamente con sus amigas. Ángel le guiña un ojo.
Es extraño. Cuando un año atrás me decidí a trabajar en este sitio, pensé que tendría que olvidarme de las salidas habituales. El coqueteo, aquel crucé de miradas con la chama bonita del lugar, imagine que terminaría perdiendo todo eso.
Baby, el bar gay favorito de zona rosa; eso es lo que dicen algunas páginas web. Si yo tuviera que describir Baby, lo resumiría como: barato y fresco. Original. Y el mejor lugar para llevarte culitos a tu casa.
Harold, otro de mis compañeros, me llama desde la barra. Ése es mi trabajo. Yo lo preferí de ese modo. Detrás de los vasos y botellas, es difícil que se acerquen a ti.
Aún puedo recordar la primera vez que me mostraron cuál sería mi uniforme: unos ajustados boxers color azul obscuro. ¡Ah, y aceite, mucho aceite!.
“Haz ejercicio, come bien, sonríe mucho, y podrás vivir de tus propinas.”, fue el primer consejo que recibí de Harold, quién llevaba ya un año trabajando ahí. Toda una leyenda. Casi desde los comienzos de Baby. Y así fue, cumplí al pie de la letra lo que me dijo.
Mucho coqueteo con chicos, con chicas, con adolescentes, con señores que rozaban los cincuenta, un poco de todo. Como la caja de chocolates de Forrest Gump. Y al final del día, podía llevarme a casa una buena tajada de dinero.
Lo suficiente para vivir.
“Te tardaste”, se queja Harold en cuanto salto sobre la barra. Le dedico la mejor de mis sonrisas, la más brillante. Al final él también sonríe, y comienza a servir unos tragos. Sé que está enamorado de mí. Lo dice cada fin de semana cuando comienza a ponerse borracho. No importa, me cae bien.
“Un vodka y…”, la chica frente a mí mira con nerviosismo a sus dos amigas, que observan la carta, dudosas. Es obvio que es su primera vez en el lugar. “Sólo… dame tres vodkas”, termina por pedir.
Sonríe. Es guapa y está más buena que comer con los dedos. Tiene el cabello largo y lleva una falda corta. Recarga su barbilla sobre sus manos mientras me observa.
“Aquí tienes”, le digo, entregándole sus bebidas servidas en un vaso de coctel. Aquí casi todos toman cerveza debido a que es realmente barata, veinte y diez cuando hay promociones. Así que es extraño que usemos este tipo de vasos.
Vuelve a sonreír y deja un billete de cincuenta de propina.
***
“Huele a sexo”, dice emocionada Julia, dándome un empujón.
Sí, huele a sexo. Pero aquí dentro todo parece gritar ¡sexo! Los meseros en ropa interior, las luces, la gente; incluso el aroma del lugar, una mezcla de sudor, perfume barato, desodorante y cerveza llena el sitio.
Todo es rosa y de colores vibrantes. La música es incitante y en cuanto veo pasar a un mesero, no puedo evitar sonreír; su piel parece brillar a causa del sudor. El lugar es reducido y parece un horno. Los cuerpos se mueven hipnóticamente, contoneando sus caderas, pegándose el uno con el otro, debido al poco lugar. Esta súper lleno, y no hay lugar para la pena o la vergüenza.
Lo primero que hacemos es dirigirnos a la barra. Apenas es una sutil línea de separación, una delgada mesa que me llega a la cintura, la cual, si me estiro, me permite tocar a cualquiera de los chicos detrás de esta. Una fila de botellas adorna la pared al fondo y unas brillantes letras neón, gritan Love me, Fuck me.
Mientras tanto Julia y Greta se pelean por la carta, indecisas sobre que pedir. En cambio, yo ya sé que quiero.
Es el chico más apuesto que he visto en mi vida y he visto bastantes. Es alto, atlético, con unas piernas perfectamente definidas y un abdomen para morirse. Su rostro tiene un ademán griego, con líneas bien definidas y una preciosa nariz perfilada. Sus labios son carnosos y parecen mojados.
Todo en él parece gritar misterio y peligro, lo que debería tomar como una alarma y alejarme, pero en vez de eso me atrae. Sin poder evitarlo, lo observo atontada, mientras destapa unas cervezas mordiendo su labio inferior, y entonces sucede.
El chico levanta la vista y me ve. Sus hermosos ojos almendrados se encuentran con los míos. Sin querer, me sonrojo inmediatamente pero no puedo apartar la mirada.
Él arquea una ceja, sus ojos fríos como el hielo, “¿Qué vas a pedir?”, dice. Su voz carece de emoción, es automática. Su mirada me congela, ¿Cómo me puede intimidar tanto?, “Un vodka…” termino pidiendo lo primero que vi en la carta y espero a que se decidan las otras dos.
El chico alto y misterioso no deja de observarme, lo que sólo me pone más nerviosa. Esta vez sonríe y sus ojos, parecen resplandecer.
Al final, elijo la misma bebida para las tres.
***
Todos están cantando. Incluso Ángel, a quien veo bailando con una chica a lo lejos.
Sé que con un par de tragos más Harold va a terminar bailando sobre la barra, mientras Ángel, derrama agua sobre su cuerpo. Verlo es todo un espectáculo. Siempre recibe más propinas las noches en que lo hace.
En cambio, yo estoy sobrio. Llevo bebiendo de una botella de agua desde que llegué, fingiendo que me tomo los palitos de ron que Harold y Ángel me sirven.
Con el tiempo aprendí que lo mejor era llegar sin una gota de alcohol al final de la noche.
No es tan divertido salir de miércoles a domingo. Siempre es más de lo mismo: bailar, beber, cantar, y si tienes algo de suerte, llevarte a alguien al baño para un “rapidín”. No más.
Con el tiempo, lo que más quería era regresar a casa y dormir. Mi rutina es la misma. El despertador suena a las 12, y de ahí pasó de tres a cuatro horas metido en el gimnasio. Más una comida saludable.
Aunque había hecho amigos, extrañaba mi tierra. Venezuela. Mi familia. Pero aquí el dinero fluía como espuma de champaña.
“¿Todo bien?”, pregunta preocupado Harold. Le sonrío.
“Necesito ir al baño,”, digo y salto la barra.
Hay una fila enorme para entrar, y es un descaro. Solo hay dos cubículos para chicas y dos para chicos. Aquí hay incluso más seguridad que en la entrada. Dos enormes gorilas musculosos me miran, y me dejan pasar.
Al menos tengo pase VIP.
***
La fila es aún más larga que la de la entrada. ¿Y por qué hay seguridad? Dos tipos vestidos de negro nos vigilan.
“Es por los dulces”, me explica una chica, notando mi mirada contrariada.
¿Qué?
“Blanca, nieve… ¿entiendes?”.
Es su turno. Antes de entrar me señala discretamente a unos tipos. Ambos pasan algo de mano en mano al de seguridad y él les da una bolsita. Entran juntos al baño.
Ahora caigo en cuenta porque hay tanta gente en Baby.
Al salir me encuentro con la chama bonita.
Luce contrariada. Sigo su mirada y me encuentro con el “pequeño negocio” alterno a Baby. Todos sabemos, por eso hay tanta seguridad, por eso insisten tanto con guardar las cosas en paquetería.
Aquí no importa qué consumas, mientras lo consigas dentro.
Son cerca de las cuatro. Julia y Greta están como una cuba. No dejan de reír, y decir incoherencias, tal como Alejandro Fernández en su último concierto. Además, el número de personas se ha reducido notablemente y el ambiente ha decaído gradualmente.
Ya no esta presente aquella emoción cuando se comienza la noche. Apenas hay algunas conversaciones en voz baja y unos cuantos continúan bailando, seguramente preguntándose dónde pueden continuar la fiesta.
Otros bostezan, incluido el chico de la barra.
Me gustaría tener mi final feliz, como el de la canción de Danna Paola.
***
Harold convence al DJ de poner banda. No es algo que les guste particularmente a las personas del lugar, pero ya estamos por terminar. Las puertas de entrada se cerraron hace media hora y ya nadie puede pasar.
A las cuatro en punto daré por terminada la noche.
Veo a la bonita bostezar y a sus amigas también. Discuten algo y sé que están por irse a casa. Parece que no son fanáticas de este género musical. La chica intenta convencerlas de que se queden un poco más. También sé la razón por la cual aún no quiere irse.
¿Qué pasaría si…?.
La semana pasada recibí una llamada de mi mamá. Hablaba acerca de mis hermanos y preguntaba cuándo me lanzaría al agua. Es un chiste local, ambos reímos y la conversación pasó a asuntos más importantes.
Ángel dice que no me divierto lo suficiente. Que soy demasiado reservado.
La bonita continúa mirándome y entonces veo cómo se acerca.
“¿Me das una cerveza?”, pide sonriéndome. Pero es una sonrisa triste.
“¿Ya te vas?”, pregunto, aunque anticipo la respuesta. Asiente. Le da un trago a la botella. Sonríe una vez más.
“Quédate”, le digo en un impulso. Me mira con tristeza. “¿Cómo te llamas?”, pregunta en cambio.
“Gabriel”, contesto, pero no digo nada más y termina de beber su cerveza. Deposita otro billete de 50 y entonces sí se va. Me quedo con todo lo que me hubiera gustado decirle. Todo lo que me habría gustado saber.
Pero no sé qué quiero.
Harold nos sirve unos shots de tequila. Brindamos.
Ya son las cuatro. Es momento de volver a casa.
** Está crónica literaria está basada en la realidad, sin embargo, contiene algunos episodios que son ficción. Los nombres de la mujeres que aparecen en el texto fueron cambiados a petición de ellas.**
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