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Tradición del día de muertos.

“La muerte no es misterio temible. Tú y yo la conocemos bien. No tiene secretos que pueda conservar para turbar el sueño del hombre bueno. No apartes tu cara de la muerte. No temas que te prive de la respiración. No le temas, no es tu amo, que se abalance sobre ti, más y más veloz. No es tu amo, sino el servidor de tu Hacedor, de lo que o quien creó la muerte y te creó y es el único misterio.”

El libro de los enunciados.



Por: Alejandra Cruz.


Narra una antigua leyenda que Quetzalcóatl, el dios en forma de serpiente emplumada, bajó al inframundo y depositó su semilla en unos huesos molidos para poder dar vida al hombre. Fue desde ese momento, que los restos humanos comenzaron a simbolizar el núcleo de la vida.

De ese mismo modo, el Día de Muertos, contrario a lo que se piensa, se trata de una celebración a la vida. Colocar tamales, pulque, mole y pozole en las ofrendas, trazar un camino con flores de cempasúchil hasta el altar, comer dulces de azúcar en forma de cráneos, adornar papel picado con motivos tradicionales, es una mezcolanza de elementos que representan nuestro acercamiento a la muerte con humor, pero también con respeto y veneración, alentandonos a recordar nuestras raíces y tradiciones.

El origen de esta celebración se remonta desde las culturas mesoamericanas que habitaban el territorio mexicano antes de la llegada de los españoles, tales como los aztecas, mexicas, mayas, mixtecas, zapotecas, tlaxcaltecas y totonaca. Antiguamente, según el calendario mixteca, se celebraba durante el noveno mes del año solar. 

Dentro de la perspectiva prehispánica, morir era el comienzo de un viaje hacia el Mictlán, inframundo o reino de los muertos, también conocido como Xiomoayan, término que los españoles tradujeron como infierno. Este viaje duraba cuatro días y al llegar a su destino, el viajero ofrendaba regalos a los señores del Mictlán: Mictlantecuhtli, el señor de los muertos y Mictecacíhuatl, señora de los moradores del recinto de los muertos. Entonces estos lo enviaban a una de nueve regiones, donde el muerto permanecía un periodo de prueba de cuatro años antes de poder continuar su vida en el Mictlán y llegar así al último piso, el lugar de su eterno reposo, nombrado "obsidiana de los muertos”.


Estas etnias de América veían a la muerte no como un fin sino como parte del ciclo de la vida. Estos conceptos indígenas de la vida y la muerte se entrelazaron a la perfección con las tradiciones del "Día de los Fieles Difuntos” que trajeron los españoles en su proceso de evangelización.

En el Valle de México, los aztecas honraban a sus muertos los primeros días de agosto con rituales y celebraciones ofrecidos a la diosa de la muerte Mictecacihuatl. Los españoles cambiaron estos rituales a principios de noviembre para que se ajustaran con las celebraciones católicas del “Día de Todos los Santos” y “El Día de los Difuntos” .

En la remota Mesoamérica, las Culturas Mixteca, Zapoteca y Maya consideraban a las cuevas como canales que conducían al inframundo, el lugar donde moran los muertos. Las cuevas en Mesoamérica todavía sirven como sitios importantes para comunicación con sus antepasados difuntos a través de ofrendas rituales de comida, incienso y sangre de pavo. 

Al día de hoy México celebra el día de los muertos con un giro humorístico como parte de nuestra identidad, haciendo bromas y riéndose de ella; la muerte comenzó a ser personificada por un cráneo o un esqueleto mostrando colores alegres y brillantes, mostrando una sonrisa perpetua.


Día de muertos en México: época actual.

La naturaleza más pura de estas fiestas se observa en las comunidades indígenas y rurales, donde se tiene la creencia de que los espíritus de sus difuntos regresan esas noches para disfrutar los platillos y flores que sus familias les ofrecen.

La muerte, en este sentido, no se enuncia como una ausencia ni como una falta; por el contrario, es concebida como una nueva etapa: el muerto viene, camina y observa el altar, percibe, huele, prueba, escucha. No es un ser ajeno, sino una presencia viva. La metáfora de la vida misma se cuenta en un altar, y se entiende a la muerte como un renacer constante, como un proceso infinito que nos hace comprender que los que hoy estamos ofreciendo seremos mañana invitados a la fiesta.


Se coloca en una habitación, sobre una mesa o repisa cuyos niveles representan los estratos de la existencia. Los más comunes son los altares de dos niveles, que representan el cielo y la tierra; en cambio, los altares de tres niveles añaden a esta visión el concepto del purgatorio. A su vez, en un altar de siete niveles se simbolizan los pasos necesarios para llegar al cielo y así poder descansar en paz; siendo este considerado como el altar tradicional. En su elaboración se deben considerar algunos elementos básicos y cada uno de los escalones se forra en tela negra y blanca y tienen un significado distinto.

En el primer piso del altar va colocada la imagen de un santo. El segundo se destina a las almas del purgatorio; es útil porque por medio de él el espíritu del difunto obtiene el permiso para salir de ese lugar en caso de encontrarse ahí. En el tercer piso se coloca la sal, que simboliza la purificación del alma para los niños del purgatorio. En el cuarto, el personaje principal es otro elemento central de la festividad del Día de Muertos: el pan, que se ofrece como alimento a las ánimas que por ahí viajan. En el quinto se colocan las frutas y los alimentos preferidos del difunto. En el sexto se ponen las fotografías de las personas ya fallecidas y a las cuales se recuerda por medio del altar.

Por último, en el séptimo piso se pone una cruz formada por semillas o frutas, como la lima o el tejocote.

La fusión de nuestra cultura hace del día de muertos una festividad que evoca los elementos del mundo indígena y del católico, recordándonos no sólo a nuestros muertos, sino también nuestra raíces como pueblo.

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