Por: Ximena Jaqueline González Correa
Todo comenzó con las miles de mujeres reuniéndose en un mismo lugar, el jardín del barrio de Tlaxcala. Llegando de la mano de sus hermanas, primas, madres, hijas y amigas. Mirando alrededor, reconociendo a todas las mujeres que las rodeaban, identificando la lucha de cada una por las frases de sus carteles y sintiéndose seguras por primera vez rodeadas de otras personas que entienden y comparten sus sentires.
La marcha por el 8M, es una forma de buscar justicia para todas las víctimas y para las que les fue arrebataron la vida; una forma de exigirle al Estado que garantice el derecho de las niñas, adolescentes y mujeres a vivir una vida libre de violencia
La marcha se ha convertido en una lucha tan necesaria que cada año se suman más mujeres junto con las infancias para lograr un cambio desde la raíz. Entre esas mujeres estaba yo, marchando por primera vez, naciendo ante un suceso que cada año escuchaba y del que por fin fui parte el día de ayer.
Se sentía mucha efusividad, la energía que impregnaba el ambiente eran las ganas de cada joven de comerse al mundo; con pañuelo morado, orgullosas de ser parte de la historia feminista de nuestro país y de colaborar para derrumbar el patriarcado.
Después de unos minutos de acomodo, los contingentes empezarón a avanzar, empoderadas con sus cánticos y voces fuertes exigiendo al unísono a las personas que iban pasando que las voltearan a ver, y no solo a ellas, sino a la lucha que estaban representando.
Y es así como la mancha violeta siguió avanzando entre las calles de la ciudad, con miles de mujeres entre saltos y lagrimas exigiendo justicia; se llegó al primer punto, la Fiscalía General del Estado. Donde desde lo alto de los edificios los hombres observan de brazos cruzados el movimiento.
Una mano con un paliacate morado se levantó con el puño cerrado, y todas replicaron dicha acción, en unos segundos todo estaba en silencio. Al frente de la marcha se comienzó a escuchar a través de un megáfono el testimonio de una de las víctimas. Al mismo tiempo, las chicas del bloque negro llenaron sus manos con pintura y se sujetaron de los barrotes de la fiscalía, dejando marcada la huella de sus manos; esas huellas que se borran, en cambio las de la violencia no.
La marcha continuó avanzando y entre los contingentes se vislumbraban mujeres representando distintas comunidades y colectivas. Mujeres indígenas, mujeres trans, mujeres con discapacidad, estudiantes, profesionistas, trabajadoras del hogar, madres, entre muchas otras. Destacaron las sahumadoras, mujeres con sahumerios quemando hierbas y purificando el camino a través del cual pasaban los contingentes.
La segunda parada fue en la Plaza de Armas, frente al Palacio Municipal, Congreso del Estado y Gobierno del Estado. Tres entidades inoperantes ante la problemática de la violencia que se ejerce en contra de las mujeres. Al igual que en el punto anterior, se hizo el silencio y vocearon a través de un megáfono las exigencias para el Estado: crear y reformar las leyes para garantizar la protección de la seguridad e integridad de todas.
Las familias de las víctimas asesinadas y desaparecidas se colocaron al frente, sosteniendo carteles con las fichas de búsqueda. Finalmente la marcha se dirigió hacia fundadores, frente al edificio central de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí.
En la entrada del edificio se encontraba la figura de una virgen que representación de la pureza, de la única mujer que es respetada por la sociedad, un estigma que al igual que la figura, tuvo que ser destruido con fuego.
Al terminar con la iconoclasia y la lucha, poco a poco se fueron dispersando, la plaza se fue quedando vacía, pero quedaron las huellas: las frases en las paredes, como el recordatorio de las voces que se unieron para exigir derechos y justicia.
Lo más fuerte de vivir una marcha feminista es toparte con los corazones desgarrados y las miradas rotas de las madres cuyas hijas fueron víctimas de feminicidio. También lo es ver a mujeres marchando y exponiendo sus propias historias de abuso, pidiendo que ninguna mujer tenga que atravesar lo que ellas vivieron.
Ver a los niños y niñas, marchando junto a sus madres, pidiendo que se respeten los derechos de las mujeres, fueron pequeñas llamas de ilusión que se encendían entre las personas; de crear y criar un mundo de personas conscientes, responsables y respetuosas con las mujeres.
La sororidad nunca se había visto con tanta claridad como en una marcha feminista. En varias ocasiones llegué a chocar con mujeres por tanta aglomeración, pero siempre respondían con un rostro amable y un “perdón”.
Chicas abrazando a extrañas en sus momentos frágiles durante la marcha, dándoles todo su apoyo y comprensión. Mujeres repartiendo cubrebocas para proteger a las demás y contingentes completos agachándose para poder localizar a un niño perdido, fueron muestra de los cambios que somos capaces de lograr las mujeres si trabajamos en conjunto.
La razón de marchar y de luchar de cada persona es distinta, pero al final todas y cada una de nosotras sumamos participando para que se logre un cambio; de mentalidad, de conducta, un cambio de legislación. No debemos olvidar la razón por la que individualmente luchamos cada día y marchamos cada 8M. El cambio está cerca, y tú puedes formar parte de él.
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