Por: Samantha Paéz
A Fabiana, por alentarme a escribir esto
I
Cuando me enteré de que estaba embarazada -a finales de enero de 2020-, parecía ser el momento indicado para gestar: estoy en un trabajo donde recibo un salario digno y tengo seguridad social; mi pareja también tenía (tiene) un trabajo más o menos estable; la casa que habito es mía; mi madre, mi padre y mis hermanos deseaban y añoraban ese momento; él y yo pasábamos por una crisis -se piensa que un bebé ayuda a superar estos momentos-.
Aún así aborté. No aborté por la crisis de pareja, si es que se pudiera pensar eso, aborté porque no quería y no quiero ser madre, no necesito eso en mi vida, soy feliz así como estoy.
Mi madre me ha dicho muchas veces que es por miedo al parto, que me da miedo el dolor de ese momento, pero no: me da miedo que yo deje de ser mi centro y mi prioridad. Algunas personas me han dicho egoísta y sí, lo soy, no me importa, no quiero ceder ante la presión social de tener algo que no deseo.
La decisión de abortar había sido tomada mucho tiempo antes, no recuerdo el momento preciso en que supe que la maternidad no es para mí. Quizás fue un proceso gradual, desde el día que mi novio de la preparatoria me dijo que si nos casábamos, tendría que dejar de trabajar un tiempo para tener hijos. Cuando esa relación se fue al caño -gracias a las Diosas-, pensé que podría adoptar. Pero cuando vi que no había alguien a mi lado con quien compartir esa responsabilidad, desistí.
Llegaron años sin una relación estable: parejas de semanas o meses, relaciones ocasionales, amores fugaces, hombres casados, amantes intermitentes. Al mismo tiempo, empecé en este camino del periodismo, que me llevó a descubrir que lo mío es escribir, que lo mío es leer y conocer. La idea de maternar se fue diluyendo.
Algunas veces soñé que me embarazaba, eran momentos muy incómodos, muy desesperantes. En uno de ellos, tenía una panza ya grande, que no podía ocultar, y mi angustia era no saber quién era el padre porque tenía a mi madre enfrente pidiendo explicaciones. En otro, aún no se me notaba el embarazo, iba a una comida familiar y mi padre lo decía a todos, entonces yo respondía que aún no estaba confirmado, mientras pensaba que abortaría. La idea del aborto estaba allí.
Cuando ya entraba en mis treinta decidí que ya quería construir una relación. Intenté con varias personas, luego conocí a mi pareja y desde que empezamos a salir acordamos que, de quedar embarazada, abortaría. Iríamos juntos a la ciudad de México y quizás nos quedáramos unos días más para pasear.
No fue así.
II
Un día estaba comiendo con una de mis compañeras de trabajo y no dejaba de preguntarme por qué me sentía mareada. Era el tipo de mareo que tengo cuando no desayuno hasta muy muy tarde. No era el caso: había desayunado fruta con granola y justo en ese momento estaba comiendo. Me sentía fuera de mi cuerpo.
Era como si todo se hubiera desfasado unos centímetros, lo suficiente como para ser un poco torpe, pero no tanto como para no hacer mis cosas. Manejaba de regreso a casa cuando caí en cuenta de que ese mes no había menstruado. Me preocupé. Lo primero que hice al llegar fue decirle a mi pareja del posible embarazo. Uno o dos días antes habíamos discutido fuertemente. Me dijo que no podía ser, que nos habíamos cuidado. Riesgo sí hubo, lo sé.
Le pedí que me acompañara por una prueba de embarazo a la farmacia. Me sentía confundida, preocupada, cansada. Caminamos un poco sin tocarnos, ni hablar. Le pregunté si podía agarrarle el brazo, el mareo no se había ido, no quería caerme. Él siguió caminando en silencio (él recuerda este momento de manera distinta). De regreso a casa, me metí al baño y seguí todas las indicaciones de la prueba. Me fui a dormir. Al levantarme una hora después: el resultado no era ninguna de las opciones que decía la caja. Él me volvió a decir que no creía que estuviera embarazada. Me molesté: ¿qué sabía de lo que yo estaba sintiendo? Nunca me había pasado algo así, nunca. Me fui a la cama molesta. Después de unos minutos él entró al cuarto, yo estaba sentada quitándome las calcetas, me abrazó y me dijo que me apoyaría. No dije nada, la molestia seguía allí, en mi estómago.
Dormí deseando que al día siguiente otra prueba comprobara que todo había sido un error. Me desperté, como muchos días, me hice un té mientras mis perritos comían. Caminaba con ellos por la calle cuando un sabor amargo se instaló entre la boca y garganta. Sabía que no iba a vomitar, pero era algo horrible, por más que tragara saliva el sabor no se iba. Regresé a la casa ansiosa. Mi pareja se estaba bañando, entré y le dije que ese mismo día me haría otra prueba. Tomé un poco de aire, le dije que de ser positiva la prueba abortaría ese mismo fin de semana, le diría a mi mamá que me acompañara y si ella no quería, le pedí que se quedara y no fuera al viaje a la playa para acompañarme. Hubo un silencio. Él descorrió la cortina y me dijo algo así como que no había ido a la playa en mucho tiempo, que estaba arruinando sus planes (esto también lo recuerda distinto).
Me sentí tan sola.
Necesitaba en ese momento alguien que me sostuviera, por eso pensé en mi madre cuando decidí abortar. Tras meses de desacuerdos, no confiaba en él.
Salí del baño llorando. Sintiendo como el alma se me escurría del cuerpo. Empecé a arreglarme para ir a trabajar, él salió del baño y me pidió disculpas. Yo sólo pensaba en cómo hacerle para llegar a la oficina sin que se viera que había llorado. A una cuadra de mi casa, se me ponchó la llanta. Para cuando llegué a donde me cambiaran la llanta, la cámara estaba destrozada y tenía una junta temprano. No logré llegar a la oficina a tiempo.
III
A todas nos dicen que el embarazo te cambia, te brillan los ojos de una forma especial. No nos dicen de lo horrible que es aguantar las náuseas durante una junta de trabajo y que tu jefe te pida quedarte para avanzar en unos pendientes. Nadie nos habla de lo difícil que es concentrarte en lo que tienes que decir, mientras luchas por no vomitar o dejar de sentir el sabor amargo en la boca.
Esas semanas fueron horribles, de las peores en mi vida. No sólo era el embarazo y no sentirme dueña de mi cuerpo, era lo que pasaba con mi pareja, eran los problemas en el trabajo, era mi tío en cuidados intensivos. A veces, a la hora de la comida me iba al coche a llorar y acababa dormida.
Después de dos pruebas de embarazo, una de orina y otra de sangre, tuve la certeza. Le hablé entonces a mi madre, le dije que quería abortar y que me acompañara. Escuché del otro lado de la línea su voz quebrada. Me preguntó si podía hacer algo para evitarlo, le dije que no, pero que podía decidir no acompañarme. Me respondió que estaría conmigo y esa alma que se me había quedado en el baño, regresó.
Una amiga me recomendó una colectiva para hacer un aborto casero; les escribí ese mismo día y ellas me respondieron todas las dudas, calmaron mis miedos y me dieron la certeza de que iba a estar bien. El fin de semana, mi pareja y yo fuimos a la farmacia, de allí a casa de mi madre. Entre los tres repasamos el plan: tomaría las pastillas en la dosis indicada, pondríamos alarma para que no se nos fueran los tiempos, ambos tendrían a la mano el número de mi acompañante a distancia y también el de emergencias. Tenía miedo, pero siempre estuve segura de lo que quería.
Me empecé a preocupar cuando el sangrado no fue tan abundante como me dijeron que sería: fue menos que una menstruación. Los dolores tampoco fueron tan intensos. Hablé con mi acompañante, me dijo que tendría que hacerme un ultrasonido diez días después para corroborar que el producto ya no estuviera allí.
En esos diez días pasaron muchas cosas: fue el cumpleaños de mi pareja, nos reconciliamos un poquito; recibí muchísimos mensajes de amor de mis amigas y una prima; decidí terminar la relación.
Hice el ultrasonido, tomé agua desde antes de salir de trabajar, para que cuando llegara me pasaran lo antes posible. En 20 minutos, la médica me dijo que tenía un leve desprendimiento, pero que el producto seguía allí. Quise levantarme y destrozar todo cuanto tenía a mi paso.
Deseé viajar a la velocidad de la luz para llegar a mi casa y acostarme para olvidar todo. Me encerré en mi cuarto y me puse a ver una película de lo más absurda. Él aún estaba en la casa, pero se quedaba en otro cuarto en lo que sacaba sus cosas.
Al día siguiente todo reventó.
Por la mañana le dije el resultado del ultrasonido y que me gustaría que habláramos regresando del trabajo. Me dijo que sí y se fue. Lo esperé hasta las nueve de la noche, como no llegaba le llamé para ver si tardaría mucho porque quería dormir. El embarazo me dio mucho sueño. Al final no llegó. Me sentí timada, ignorada, furiosa. Le di un día para que sacara sus cosas.
IV
Como el producto seguía allí, decidí ir a la Ciudad de México a practicarme un aborto por aspiración. Mi madre me acompañaría otra vez.
Como el camión salía temprano, mi madre le pidió a mi papá que nos llevara así que llegué a su casa una noche antes. No estaba en el plan decirle, pero me preguntó a qué íbamos y dos segundos después se lo solté: iría a abortar. Lo dije con la mayor seguridad que hubiera podido tener nunca. El rostro de mi padre se transformó: lo vi pasar de casi llanto al enojo.
Quizás hubiera sido más fácil mentir, decirle que compraríamos algo o visitaríamos un lugar, pero no le vi sentido.
Mi padre me cuestionó sobre cómo podría matar un bebé, con toda la calma del mundo le expliqué que un feto de cinco semanas no era un bebé. Me dijo que cómo podía ser tan responsable con mis perros y no hacerme responsable de un bebé, le dije que eran cosas totalmente distintas y que era mi decisión.
Mi madre llegó de otro cuarto, se sentó a mi lado y colocó su brazo sobre el mío, que yacía en el respaldo del sillón, miró a mi padre directo a los ojos y le dijo que me apoyaba. En ese momento supe que esa alianza entre las dos vencería a quien se nos pusiera enfrente.
Mi padre condujo todo el tiempo en silencio hacia la CAPU. Llegamos con suficiente tiempo para que mi madre desayunara antes de entrar a la clínica, yo sólo tomé un té. Ingresamos, la sala de espera estaba casi repleta: había muchas mujeres jóvenes, pero también de mi edad: tenía 35 años. Me dijeron que me llamarían en unos minutos. Mi madre tomó una revista y se sumergió en la lectura. Yo miraba a una pareja de jóvenes que estaban sentados frente mí. Ella alta delgada, con un falda larga y cabello corto. Él delgado y con barba. Una mujer con uniforme azul les dio unas pastillas y un vaso de agua. Ella ingería las pastillas, mientras él le sostenía el rostro con ambas manos y le besaba las mejillas. Cuando ella terminó de tomar las pastillas y beber el agua, se fueron abrazados.
Recordé lo que habíamos hablado mi pareja y yo sobre el aborto, del plan que trazamos de hacerlo juntos, acompañándonos. Quise llorar en ese momento, ¿por qué él no estaba allí conmigo besando mis mejillas y tomándome de las manos? Pudo más la vergüenza, quizás los nervios.
Me llamaron y seguí a la enfermera hasta llegar a una sala de espera, me pusieron un suero y me dijeron que me sentara en lo que se desocupaba el quirófano. Me sentía triste, pero segura. Unos 20 minutos después estaba en la misma sala esperando que el sedante pasara. No había dolor, ni remordimiento alguno. Saliendo comí y le dije a mi madre que quería cortarme el pelo, enfrente había una peluquería. Lo haría en cuanto regresara a Puebla, dormí todo el camino de vuelta.
V
Desde el momento en que aborté han pasado muchas cosas: mi tío falleció y aunque me dolió mucho, mucho, él me hizo saber que estaba bien en ese lugar al que había llegado y eso me dio calma. Fui a la Ciudad de México dos veces más: una por un curso y luego un fin de semana con mi madre, donde nos la pasamos visitando museos. Llegó la pandemia de COVID-19. Seguía sin llegar mi periodo menstrual y me asusté tanto, que puedo decir que nunca sentí tanto miedo en mi vida. Llegó la regla.
Pinté las paredes de mi casa de otro color; cambié los muebles de lugar; compré más plantas; trabajé en línea por cinco meses; vi a pocas personas; coloreé cosas en madera, cerámica y tela para la gente que quiero; se murió el papá de mi pareja; pensé en renunciar por lo menos dos veces; escribí muchísimo; mis amigas, mi madre y mi prima me hicieron sentir que aun viviendo sola estaba acompañada; tomé un sinfín de cursos, talleres y charlas.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación votó en contra de la despenalización del aborto para Veracruz, desdibujando ese rayito de esperanza que teníamos millones de feministas en México de conseguir nuestro derecho a decidir.
Hoy puedo decir que nunca tuve miedo de abortar, porque tuve el acompañamiento amoroso de mi madre, amigas, prima y terapeuta. Tampoco tuve miedo de ir a la cárcel, aunque en el estado de Puebla lo que hice siga siendo un delito. Pero pienso en mi yo de hace muchos años, cuando una vez tuve un retraso y mi nefasto novio de la preparatoria me dijo que tenía que abortar, me hubiera cagado de miedo.
El Tribunal Superior de Justicia de Puebla me dio información sobre seis mujeres condenadas por homicidio en razón de parentesco, de lo que se acusa a las mujeres que abortan. Y hay por lo menos 11 personas sentenciadas por aborto.
Pienso también en el montón de amigas y conocidas que han abortado, por diversas causas y todas ellas válidas, respetables. Unas eran muy jóvenes, tenían problemas de salud, simplemente no querían, fue espontáneo, no podían mantener una hija o hijo más, sus parejas eran unos irresponsables o fueron encuentros casuales. Somos muchas las que abortamos en Puebla, en México, y no deberíamos escondernos, porque esto no es algo de lo que debamos avergonzarnos.
Soy consciente que tuve el enorme privilegio de tener dinero para ir a otro estado a abortar de manera segura, de tener la compañía de mi madre, amigas y una organización aliada, de tener la información suficiente para saber que es mi derecho decidir. Sin embargo, sé que muchas mujeres en Puebla no tienen esas condiciones, ni siquiera saben cómo hacerlo o las autoridades se lo niegan.
Hoy escribo por mí y todas las mujeres que abortaron, porque no vamos a dejar de hacerlo. Escribo para que todas podamos hacerlo seguras, sin miedo y rodeadas de cariño. El Estado nos debe tanto en este sentido, que lo mínimo que puede hacer hoy que tomamos las calles es dejar las paredes pintadas y escuchar cómo retumba nuestra voz: ¡mi cuerpo es mío!
Epílogo
Este texto es el primer intento de escribir algo sobre mí y para mí, de desnudarme ante la mirada de quienes lean y mostrar las cosas que duelen. Decidí escribirlo después de una charla virtual que dio Daniela Rea, a quien agradezco enormemente por sus palabras tan inspiradoras.
Este texto se reproduce de su original publicado en https://ladobe.com.mx/2020/09/yo-aborte/ con autorización de su autora.
Imagen de portada: Marea Verde SLP
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